
Antes de atravesar la puerta, los guardias le quitan las esposas a “Tachuela”, como se le conocía en el mundo criminal. En silencio, miran al asesino a sueldo convertido en pastor que los saluda con una sola palabra: “Bendiciones”.
El hombre corpulento de 1,85 metros (6 pies, 1 pulgada) cuyos tatuajes son vestigios de otra época de su vida, cuando dice que solía matar, debe regresar a las 8 a.m. a un pabellón de la prisión conocido por los reclusos como “la iglesia”.
Su historia, de un asesino convicto que abraza la fe evangélica tras las rejas, es común en los reclusorios de la provincia argentina de Santa Fe y su ciudad más grande, Rosario. Muchos aquí comenzaron a vender drogas cuando eran adolescentes y quedaron atrapados en una espiral de violencia que llevó a algunos a sus tumbas y a otros a cárceles superpobladas divididas entre dos fuerzas: los evangélicos y los narcotraficantes.
Durante los últimos 20 años, las autoridades penitenciarias argentinas han alentado, de una forma u otra, la creación de unidades dirigidas de facto por reclusos evangélicos, otorgándoles a veces algunos privilegios especiales adicionales, como más tiempo al aire libre.